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Opinión

El presidente en Europa

En ese sentido la imagen de Alberto Fernández esta semana en Europa ha sido deplorable.

Sin categoría, a la caza cholula de cuánto líder extranjero caminara por los pasillos que unían los distintos salones donde se llevó a cabo la reunión del G20, el presidente hizo gala de una total falta de jerarquía, y, en algunos casos hasta de educación.

Por empezar, eso de estar esperando que algún presidente o personalidad importante pasara cerca para poco menos que abalanzarse sobre él para que algún amanuense lo filmara a través de la cámara de vídeo de un teléfono es de una bajeza y de una impostura que el idioma carece de calificativos para describirlo.

Luego las diferentes escenas en que fuera sorprendido cometiendo errores de protocolo de un iniciado son para dar vergüenza.

Cuando se lanzó sobre el presidente Biden para lograr ese vídeo de 45”, no tuvo mejor idea que rascarse la cabeza mientras “conversaba”.

En otras ocasiones fue sorprendido rascándose una oreja o con los dedos en la nariz.

En varias fotografías -más allá de que no concurrió a la que reunió a los líderes en la Fontana di Trevi- se lo vio colocar ambas manos delante de sus genitales, como si alguien fuera a patear un tiro libre y él fuera parte de la barrera adversaria.

En varias ocasiones se lo vio caminando por esos pasillos del cholulaje con el barbijo colgando de una oreja como si fuera un taxímetro sin pasajeros y en otras, al revés, con el barbijo puesto cuando debía posar para una foto protocolar.

A la reunión con el Primer Ministro canadiense fue con una delegación de cinco personas, mientras Trudeau estaba solo en una clara demostración de austeridad o de falta completa de interés por tener una reunión seria.

El presidente no consiguió cerrar una sola reunión bilateral de la cual surgiera algún horizonte favorable.

La cancillería -encabezada por otro imberbe impresentable como Cafiero- hizo esfuerzos denodados para presentar un estudio de factibilidad australiano sobre la generación de hidrógeno verde en Rio Negro, poco menos que como una inversión cerrada, cuando el experimento está recién en sus albores y, dadas las enormes restricciones cambiarias y los gigantescos desequilibrios de la economía, las expectativas no son alentadoras.

Obviamente el presidente necesitó de un traductor simultáneo las 24 hs porque no puede ni siquiera saludar o tener unas palabras de cortesía en otro idioma que no sea el español.

Resulta muy triste ver a la Argentina representada de esta manera.

No hay dudas que en estas cuestiones formales el país también ha caído en un enorme retroceso respecto de la presidencia de Mauricio Macri.

Y este tiempo que transitamos sirve para confirmar que, justamente, ese terreno -quizás junto con el de la seguridad ciudadana- fue el que más alegrías entregó al gobierno de Cambiemos.

La comparación entre la prestancia de Macri y la vulgaridad de Fernández resulta impactante.

Es como una representación gráfica de lo bajo que ha caído el país y de lo poco que le importa al gobierno trasmitir una imagen de civilización y elegancia.

Está claro que con esas cuestiones no basta para hacer de un país una tierra prometida. Pero lo que sí es seguro es que sin eso la Argentina no conseguirá entreverase entre los grandes.

La imagen de un presidente, su postura, su porte, en alguna medida su pompa, deben encerrar la tradición de una investidura.

Sin esos cuidados, el país demuestra que ha decidido demoler sus vínculos con sus costumbres y cómo sus estilos. Salvo, claro está, que quiera demostrar (y hasta pavonearse con eso) que sus costumbres y sus estilos son esas grasadas imperdonables.

Y no estamos hablando aquí de dinero o de exhibiciones de opulencia. Casi, diría yo, al contrario. Son ya famosas las apariciones de Cristina Fernández, en esas mismas reuniones, ataviada como si fuera Cleopatra y no por eso ganarse el respeto de sus colegas. La elegancia, la urbanidad y el garbo se llevan, no se visten. La ropa se viste; la prestancia se luce.

Nunca mejor aplicado aquel dicho de que “la mona aunque la vistas de seda, mona queda”.

La Argentina -los argentinos- deberían prestarle más atención a estos detalles que parecerían ser secundarios pero que son el botón de muestra de lo que sucede en la profundidad.

Un país que decide libremente divorciarse de la categoría y de la clase y entregarse a la berretada (aunque ella lleve las ropas de los millonarios) está, de alguna manera, haciendo una elección por lo peor.

Y eso es particularmente sintomático de lo que ha pasado en la Argentina de los últimos dos años.

 

Carlos Mira

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