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Opinión

Marginalidad organizada, el nuevo peronismo

Sergio Palazzo, líder de La Bancaria, se enteró de que iría como candidato a diputado del Frente de Todos, el mismo sábado del cierre de listas, por la mañana. Lo llamó Eduardo de Pedro para avisarle: “Tenés que ir a firmar”, le dijo el ministro del Interior. Él y su familia acababan de recuperarse de Covid. Hasta ese momento nada lo había hecho sospechar el ofrecimiento del cargo, ni siquiera dos llamados de Máximo Kirchner y Alberto Fernández para consultarle cómo estaba viendo el panorama electoral.

El kirchnerismo volvió a hacer sentir su poder en ese armado, que casi no incluyó concesiones ni gestos hacia ningún sector. “Eligieron a los que realmente querían ellos”, resumió a este diario un dirigente gremial. Hasta los Moyano quedaron molestos. En la CGT interpretaron las pocas candidaturas sindicales solo como una confirmación de las afinidades del Instituto Patria y La Cámpora: además de Palazzo, en la nómina bonaerense estarán Vanesa Siley, adversaria de Julio Piumato en judiciales; Hugo Yaski, representante de los docentes, y Walter Correa, de los curtidores. Nadie duda de quién armó la boleta. Esa misma tarde, en un tuit, Palazzo retribuyó enumerando en orden de prioridades: “Quiero agradecer a @CFKArgentina y a Máximo Kirchner por la convocatoria a integrar la lista de diputados nacionales de la provincia de Buenos Aires. Mi agradecimiento al presidente @alferdez y al gobernador @Kicillofok por la confianza que me expresaron para ocupar tan honorable cargo”.

La inclusión del gobernador en el mensaje sí puede ser una novedad. En 2015, el secretario general de La Bancaria llegó a suponer que Kicillof encabezaba una avanzada contra los sindicatos. Se debatía en ese momento por el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias, y el entonces ministro de Economía había sido irónico con la postura de los gremios, que pedían elevarlo más de lo que proponía el gobierno: “Lo que la gente paga en Ganancias vuelve en subsidios y en programas sociales, pero lo que se descuenta en cuota sindical va a parar al bolsillo de los sindicalistas”, dijo, y Palazzo lo calificó de “gorila” en una entrevista con La Nación: “El mismo Kicillof que no da las cifras de los pobres para no estigmatizarlos parece que tiene cifras de cuota sindical”.

Desde entonces no solo cambió Palazzo. Con casi seis millones de pobres más que en 2015, el paisaje social argentino ha ido virando hacia la marginalidad: la “economía sin patrones”, como la llaman los referentes de las organizaciones sociales, gravita hoy bastante más en la vida política que el viejo sector productivo en el que habita la CGT. Son casi 7 millones de personas. Si los sindicalistas venían ya bastante perturbados al respecto, es probable que hayan tomado como una provocación la resolución de anteanoche del Ministerio de Trabajo, que le otorgó a la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), que conduce Esteban Castro, la personería social. Ese paso institucional, que la UTEP venía reclamando desde hacía años y no tiene precedente en América Latina, fue celebrado horas después por los líderes sociales en un seminario en la Universidad de San Isidro. “Durante los 90 nos llamaban desocupados. Nosotros, desde la ruta, decíamos que éramos trabajadores desocupados”, distinguió Marina Joski, dirigente del Movimiento Popular la Dignidad y la Corriente Villera Independiente. Hay un viejo concepto con que los analistas suelen definir a aquellos sectores de la economía que, por no tener recursos ni subsidios de desempleo como en los países desarrollados, se las rebuscan de un modo precario que les impide, al mismo tiempo, ser registrados como desempleados en las estadísticas oficiales: “Los pobres no se pueden dar el lujo de no trabajar”. Es la razón por la que el tercer mundo no tiene cifras de desocupación tan distantes de las potencias: la diferencia está en la calidad del mercado laboral. El mismo despedido que en Europa pide un seguro de desempleo saldría en América del Sur a limpiar parabrisas en los semáforos o a reciclar cartones. “Nosotros construimos riqueza allí donde otros ven despojo. Donde otros ven basura, nosotros vemos riqueza”, se explayó Joski.

La Argentina se ha visto forzada a darle institucionalidad a lo que en otras latitudes es solo emergencia. Esta dialéctica entre el ámbito del trabajo y el de la marginalidad se agravó con las últimas crisis y el Covid. En las organizaciones sociales estiman que antes de la pandemia eran alrededor de 5,5 millones, casi un millón y medio menos que ahora. Aunque al Gobierno seguramente no se le escape que el empleo formal depende principalmente de la inversión privada, parece a veces querer desalentarla. O al menos en determinadas áreas. Anteayer, Gonzalo Pérez Corral, gerente general de Jetsmart, compañía low cost que acaba de venderle una parte de su capital a American Airlines, se quejó de que se le hacía muy difícil invertir en un nuevo avión, el quinto de su flota y con el que pretende empezar a volar desde Buenos Aires a San Salvador de Jujuy y Comodoro Rivadavia, porque no le habilitaban en Aeroparque el lugar y el horario (slot) que tenía LAN Argentina antes de irse del país. Lo espera un arduo trabajo de lobbying: esa decisión depende del Orsna, el ente regulador de aeropuertos, y el slot ya pertenece a Aerolíneas Argentinas.

Los economistas ven en este proceso algo difícil de revertir. Como si se hubiera atravesado un punto de inflexión. Así suena el argumento con que Claudio Lozano, director del Banco Nación y candidato a diputado porteño en el Frente de Todos, le propone a Alberto Fernández el reparto de un ingreso básico universal. “La idea de que el trabajo te saca de la pobreza está totalmente rota en la Argentina. Se piensa en el trabajo que dignifica, cuando el trabajo que hay hoy es un trabajo de mierda”, explicó la semana pasada a ElDiario.Ar. Las organizaciones sociales piensan exactamente lo mismo. Es probable que lo expongan hoy, desde las 14.30, en una marcha a San Cayetano que esperan sea la más numerosa desde 2016. El tono de la convocatoria empezó a intuirse esta semana en varias asambleas en las que se discutió si convenía o no aglutinarse en medio de la pandemia. Se decidió que sí. “Tenemos el mismo nivel de vacunación que tenían el año pasado los países del hemisferio norte en el momento en que autorizaron manifestaciones”, dijo a La Nación uno de los organizadores. Están obligados a un frágil equilibrio: deben reclamar por el drama social ante un gobierno con el que tienen afinidad. “Acompañamiento crítico”, lo definen ellos. Tendrán que calibrar bien las palabras. Anteayer, en General Rodríguez, durante una de las asambleas, Dina Sánchez, vocera del Frente Popular Darío Santillán, no hizo tantos esfuerzos: “Niños y niñas muriendo de desnutrición en las provincias –empezó–. No puede ser que en un país tan rico como es Argentina mueran niños y niñas. Hay que empezar por los últimos y por las últimas si queremos escribir esa hoja en blanco que tanto menciona el presidente Alberto Fernández”.

Para el Gobierno tampoco resultará tan simple. Es improbable, por ejemplo, que acuse de “anticuarentena” a quienes marchen hoy. Porque aspira a recuperar votantes en esos sectores y porque ya no parece estar en condiciones de integridad para juzgar ni las salidas ni las entradas de nadie a ningún lugar. Deberá además convivir con esta situación de emergencia permanente después de la salida de la epidemia y, si es posible, evitar desbordes. Marginalidad organizada. El objetivo, por ahora inmune al malestar de organizaciones sociales que también soñaban con más candidaturas, será posible si no se extinguen dos atributos que desde la Casa Rosada siempre se ven idénticos: poder y caja.

Francisco Olivera

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