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Columnistas

Alberto Fernández y Javier Milei, dos posturas lamentables sobre la crisis en Brasil

La situación del país vecino ilustra cómo derechistas e izquierdistas radicalizados debilitan nuestras democracias.

Los ataques a las instituciones brasileñas enseñan a la política argentina y latinoamericana hacia dónde vamos por el camino de la polarización. Pero en vez de tomar nota, políticos de los dos extremos del espectro aprovechan para seguir cultivando la violencia y la descalificación de sus adversarios.

El asalto de la turba bolsonarista a las instituciones democráticas en Brasil brindó una oportunidad inesperada a nuestro presidente de adoptar por una vez una actitud sensata y constructiva. Pero como es ya su costumbre, la dejó pasar, se apuró a repartir culpas mezclando peras con manzanas, y se anotó para salir en la foto con desembozado oportunismo.

El papelón de Alberto Fernández

De inmediato se ofreció a viajar a Brasilia, con el evidente objetivo de jetonear más que de brindar alguna ayuda concreta, y emitió un comunicado lamentable, en que responsabilizó por lo sucedido a ´la derecha´, una forma nada sutil de mezclar al bolsonarismo con todas las posiciones que a él no le gustan, en la política regional y local. En una actitud que, y esto fue lo más censurable, favorece más bien al golpismo y complica a Lula, quien para sobrevivir en su cargo necesita justamente hacer en estos momentos exactamente lo contrario, aislar a los bolsonaristas y fidelizar a sus aliados de derecha.

Porque, tal vez Alberto no lo sepa, pero si Lula logró volver al gobierno de su país fue porque hizo justamente lo opuesto de lo que él siempre impulsa, y no simuló ser moderado, sino que lo fue en serio.

Lula buscó aliados en todos los partidos que habían combatido las últimas gestiones del PT pero estaban también cada vez más alarmados con las iniciativas de Bolsonaro, para reconstruir el centro político. Fue coaligado con esos partidos, identificados con lo que el kirchnerismo llama ´la derecha neoliberal y antipopular´, que logró ganar la elección, y es con ellos que está tratanto de afirmarse en el poder. Lo va a lograr si convence a esa ´derecha´ que descalifica Alberto, de ayudarlo a excluir del juego político a los extremistas. Y obligar a militares y policías a hacer su trabajo. Ojalá lo consiga.

El papelón de Javier Milei

El otro que hizo un papelón ante la crisis brasileña fue Javier Milei. Y su caso tampoco llamó la atención.

El líder libertario se identificó con una declaración del Foro de Madrid, en el que participan Bolsonaro, Trump y referentes del populismo de extrema derecha europeo, y que expone un razonamiento bastante extraño para relativizar lo sucedido en Brasilia. El foro afirmó que ´condena de la manera más categórica la violencia ejercida por quienes asaltaron el Palacio de Planalto, a la vez que denuncia la doble moral de los mandatarios y las organizaciones progresistas, que salieron de inmediato a apoyar a Lula da Silva, pero que guardan silencio frente a episodios similares en otras naciones.

¿Con qué legitimidad pueden Gustavo Petro y Gabriel Boric reclamar por la violencia en Brasil, si fueron ellos los principales instigadores de las protestas vandálicas en Chile (2018) y Colombia (2021), y no contentos con ello, indultaron a los responsables? ¿Cómo puede Pedro Sánchez solidarizarse con Lula; si actualmente gobierna con quienes intentaron sitiar el Congreso español si indultó a los golpistas y ha cambiado la legislación española de modo que episodios como el ocurrido en Brasil serían calificados de ‘desorden público’?”

Como decir que está mal esta violencia en Brasilia, pero los verdaderos promotores de la violencia política son ellos, los izquierdistas, no nosotros, así que si ahora le toca a un gobierno de izquierda ser víctima de protestas violentas, casi se lo tiene merecido, pues estaría tomando su propia medicina. Por lo que concluyen, con pretensión salomónica, que “la violencia no se justifica en ninguna circunstancia, ni cuando asaltan el Palacio de Planalto, ni cuando incendian el Metro de Santiago de Chile o cuando la Primera Línea destruye la ciudad de Cali”.

El argumento es, en apariencia, sólido, nadie estaría en desacuerdo con que toda muestra de violencia es condenable, daña la convivencia y afecta derechos. Pero igual que hace nuestro presidente, también aquí se mezclan peras con manzanas. Porque una cosa es una protesta social que tiene derivaciones violentas, y entonces de lo que se trata es de reencauzar una acción originariamente legítima dentro de los límites que marca la ley. Y otra cosa bien distinta es un acto de sedición, organizado no con fines ni medios legítimos, de expresión o protesta, sino para destruir las instituciones. Que es lo que acaba de suceder en Brasil. Y que no se parece a las protestas que tuvieron lugar en Santiago de 2018, o a las de Bogotá de 2021, sino a las que dieron paso a la toma del Capitolio en Washington tras las elecciones de 2020, o al ataque contra el Congreso argentino en 2017. Estos casos tienen en común que el objetivo de los actores movilizados, al menos de la porción de ellos y de sus dirigentes que llevaron la voz cantante y orientaron las acciones, no fue hacerse oír, sino interrumpir el funcionamiento institucional. En el caso de Brasilia que nos ocupa, de forma definitiva, porque la intención expresa de los promotores fue impulsar un golpe de Estado.

Vandalismo vs. sedición

Claro que pedirle a los bolsonaristas y trumpistas que reconozcan esa diferencia sería como pedirle a Alberto que distinga entre derecha moderada y ultraderecha, va contra su forma de entender el mundo y contra su interés político más evidente, que consiste en hacerle el caldo gordo a sus líderes justificando sus ´recursos extremos´, por más que ellos consistan en ejercer violencia sobre las instituciones, sea contra la Justicia, la autoridad electoral o los órganos representativos.

No quiere decir esto, claro, que destruir el metro de Santiago o sitiar la ciudad de Bogotá sea un pecado menor, un hecho disculpable. Pero una cosa es vandalismo y abuso del espacio público, y otra distinta sedición. Uno es un delito penal, el otro es terrorismo.

Y es también cierto que el ambiente en que esto se discute está demasiado contaminado ya por la tendencia de muchas fuerzas políticas, incluso algunas de ellas democráticas y moderadas, a justificar como ´voluntad del pueblo´ cualquier protesta con la que simpaticen, y considerar ´violencia de minorías´ en cambio cualquier manifestación que no les guste.

Algo que ha ido agravándose en la región desde que las protestas sociales en ocasiones se enfocan en los presidentes, y se orientan a lograr que ellos renuncien, no porque hayan violado sus obligaciones, sino simplemente porque son impopulares o se vuelven los eslabones más frágiles de la cadena institucional. Cosa que ha sucedido, es bueno recordarlo, tanto con presidentes de izquierda como de derecha, con el aval de buena parte del otro bando, en muchos de nuestros países. Es lo que está pasando, sin ir más lejos, en Perú en estos momentos. La presidenta en ejercicio es asediada por protestas motorizadas por la izquierda, ante las que Alberto y el kirchnerismo sonríen, dicen ´el pueblo quiere que se vaya´, aunque tildaron de ´golpistas´ las protestas que asediaron a su predecesor, el izquierdista Castillo, y repudiaron lo que consideraron la consumación de ese ´golpe´, la decisión del parlamento peruano de removerlo, adoptada cuando él quiso cerrar el parlamento.

Como se ve, los políticos extremistas y sus apologistas siempre tienen un argumento a mano para condenar los actos violentos de sus enemigos y disculpar o relativizar los de sus amigos. Eso es lo que les permite seguir actuando como lo hacen, violentamente, porque parten del supuesto que su violencia es necesaria para frenar la otra, la que es realmente originaria y fuente de desgracias. Los trumpistas que asaltaron el Capitolio estaban convencidos de que tenían que parar el fraude. Y los trotskistas y kirchneristas que quisieron interrumpir el funcionamiento de nuestro Congreso en 2017 estaban igualmente convencidos de que lo que allí se discutía y quería aprobar era un acto de violencia institucionalizado, el desconocimiento de derechos por parte de legisladores surgidos también de un acto fraudulento, de la manipulación de los medios y la Justicia. Siempre hay otra violencia peor que ellos, los violentos, están queriendo corregir.

Lo que nos plantea un debate interesante sobre el origen, quién empezó. ¿Quién tiene más responsabilidad, la izquierda o la derecha, en promover la violencia política, dañar la convivencia democrática, y legitimar la acción directa contra los procesos institucionales, cuando el resultado de los mismos no les gusta?

Izquierdas y derechas de muchos países se acusan mutuamente en estos días de ser los responsables de que esto esté sucediendo. Pasa en las democracias de América Latina, pero también pasa en el mundo desarrollado. Así que no nos desesperemos. Y tampoco nos desesperemos por darle la razón a unos u otros. Porque la verdad es que la respuesta depende de cada país. La virulencia populista en algunos lugares es impulsada por los derechistas, es el caso de Estados Unidos claramente, de varios países de Europa, y también de Brasil. Mientras que en otros casos lleva la marca de la izquierda, como sucedió en las últimas dos décadas en Venezuela, en Nicaragua y también sucede hoy en día en Perú, Ecuador, Bolivia y la Argentina. Lo que no disculpa del todo al otro extremo del arco político, sobre todo no lo hace cuando esos otros extremistas se dedican también con esmero a destruir el centro político, descalificando a todo actor moderado como ´socio o cómplice de los violentos´, se entiende, de los ´otros violentos´, no de los propios.

Marcos Novaro

TN

Crisis en Brasil Alberto Fernández Javier Milei papelón

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