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Opinión

Columna destacada: La subjetividad exacerbada

El hombre se mantiene parecido en lo esencial a través del tiempo. Las circunstancias hacen ponderable de modos variables una condición, ciertos valores, intereses, y otras características que son modificadas por el entorno en el que vive cada generación, cada cultura, cada pueblo. Hablar de la ambición es hablar de los líderes políticos -no exclusivamente- a lo largo de los siglos, de los que han sido documentados. Ciro, Astajerjes, Alejandro el macedonio, Octaviano, Marco Antonio y la lista es infinita. La búsqueda de centralidad también es una característica común a muchos -casi todos- en la historia. Y esto es, en gran parte, porque la estructura cultural de los pueblos está organizada de esa manera y la naturaleza humana permeable. Quien lo cuenta muy bien es José Saramago en una novela, no tan conocida, “Memorial del Convento”. La novela comienza con la dificultad de los monarcas portugueses para tener descendencia. En una ocasión, la reina cree estar embarazada y va en consulta a su confesor, un fraile franciscano muy astuto. Le prohíbe a la reina hacer algún comentario, ni siquiera al rey. Y cuando confirmara el embarazo, si lo hubiera, viniera a decírselo en confesión. Así resulta y el fraile nuevamente le prohíbe que le comunique al rey la buena nueva. En el ínterin, el fraile convence al rey Juan V de hacer una promesa para construir un convento franciscano si la reina le diera descendencia. Y el rey hace la promesa. La historia se teje en torno a la construcción del convento y la magia de Blimunda que se enamora de Baltasar. El convento se construye y se lo identifica como la obra del rey Juan V; en el desarrollo va narrando la cantidad de muertes por accidentes que produce la construcción; muertes anónimas de los verdaderos hacedores de la obra. El rey solo va a la inauguración.

Desde el Renacimiento, claramente, el hombre buscó recuperar la centralidad que había postergado abandonándola a la omnipresencia de Dios cubriéndolo todo, aún las cosas propias de la naturaleza, de lo inmanente. La ciencia era un apéndice de explicaciones teológicas que, leídas hoy, parecen ilógicas, absurdas y mágicas.  Con el redescubrimiento del mundo griego se redescubre también el hombre, su potencial creador, la capacidad de originalidad. Es una época de grandes obras en la literatura, en la pintura; es el puntapié inicial de la aplicación de la inteligencia, de la razón, a las cosas de este mundo y el comportamiento de las leyes que lo rigen. El hombre va ganando confianza en sí mismo. No hubiera podido aparecer un Lutero si no hubiera detrás una corriente espiritual y cultural de época que posibilitara la manifestación del sujeto, del hombre, de lo subjetivo. Es durante la época renacentista que aparece la figura de autor: este hombre, cualquier hombre, es alguien que puede tener algo que decir y reconocer que quien lo dice es él. Hasta ese momento lo imperante era citar a los grandes autores, a las figuras consagradas por la filosofía, por la teología.  No se reconocía autoridad para proponer algo fuera de las instituciones que administraban la verdad. Finalmente, la palabra autoridad y autor comparten la raíz.  Esto fue dando lugar al despliegue de la subjetividad en el hombre; a la expresión de su voz. Voz que fue creciendo con el tiempo (hay un librito de Ernesto Sábato, de la década del cincuenta, que se lee fácil y explica muy bien este tema: “Hombres y engranajes”).

En los últimos años hemos asistido a un crecimiento fuerte de la subjetividad y retirada de la objetividad. Esto lo vemos en que la persona ha crecido en la autoconciencia de su valor; lo que se expresa en múltiples frentes; uno importante es que se instaló -no abro juicio de valor moral- que cada quien es lo que se percibe. Ya no pesa lo que se es objetivamente, sino lo que uno cree, piensa y decide que es. Se percibe músico y lo es; se percibe importante socialmente y lo es; se percibe gordo, lindo, mujer, poeta, lo que fuera, y lo es.  Como tantas otras cosas, tiene un costado peligroso y uno bueno. El bueno es que hemos crecido en el respeto a la libertad de cada uno; no es un tema menor. El peligroso requiere un análisis más detallado.

Como efecto bueno: la democracia; en esta parte del mundo, al menos. Con todas las limitaciones que tiene, y en nuestro país no ha saldado muchas de las deudas fundamentales, ha sido un avance consolidado hacia principios básicos de la condición humana. La democracia hubiera sido impensable sin el Renacimiento que recupera valores primarios del hombre. El hombre, sin más, es redescubierto como fuente de producción de riqueza, de belleza, de virtud. Los derechos personales son respetados. Si no hubiera lugar para la creatividad individual, no habría existido un Santiago Maratea que hizo más por Corrientes que el ministro Cabandié o quienes objetaron su campaña por envidia, celos y resentimiento.

La subjetividad tiene un costado de riesgo para sí y para otros. Parece claro que el crecimiento de cada uno como autoridad condujo a que cuando cualquiera es autoridad, no lo es nadie. La conclusión es que se cumple el profético rasgo definitorio del siglo XX de Cambalache, tango inmortal de Discépolo. El padre desafía al maestro cuando no aprueba al hijo.  Me decía un amigo argentino con muchos años viviendo afuera que, al volver y dialogar con el argentino común, le impresiona cómo se siente y se cree capacitado para opinar de todos los temas. Pero entiendo que no es un problema exclusivo de nuestras pampas.

Un claro riesgo de la subjetividad exacerbada es el riesgo para terceros cuando alguien acompaña su desmesurada subjetividad con enorme poder. En esas circunstancias reclamamos los valores objetivos, esos que son capaces de poner límites a la subjetividad desbordada. Pensemos en un presidente con autoridad para imponer su voluntad sin los poderes que equilibran esa potencia desmadrada. Cuando se anula el Parlamento, se anula la Justicia, cuando no hay alguien, algo, que corrija desviaciones o neutralice caprichos. O un empresario que no respete los derechos de los trabajadores. Pero si un Jefe de Estado avasalla las instituciones que son parte estructural para un equilibrado ejercicio del poder, si el límite es su ambición, comienzan los problemas para terceros. El autócrata construye su poder desde una subjetividad desmesurada, atrofiada, que no respeta a otras subjetividades; generalmente justificadas en un bien superior. Asistimos desconcertados a la invasión de Ucrania por un nacionalista trasnochado. Para quienes no estamos embebidos en temas de política internacional, sus amenazas a otros países (Suecia y Finlandia), además de a Ucrania, por posibles incorporaciones a la OTAN, nos producen confusión, repudio y solidaridad con tantas víctimas inocentes.

Ese es el riesgo de subjetividades divinizadas; de autócratas sintiéndose dueños de la verdad a costas de dolor, sufrimiento y muerte de inocentes, de gente simple.  No es necesario ser especialista en política internacional o conocer los movimientos del Hitler, previos al 39, para sospechar que estamos a las puertas de algo grande, de algo con consecuencias imponderables.

Lamentablemente tenemos un gobierno de cuarta, de improvisados, de gente mediocre y sin condiciones para la tarea que le propone ser puerta de Latinoamérica a un déspota impávido ante el dolor de los débiles; un gobierno que se abraza con los autócratas de cabotaje del vecindario que en sus países han hecho un daño tremendo, como Ortega, Maduro, Díaz Canel.

Cuando una subjetividad no respeta a otras, ya sabemos, se avasallan derechos elementales, se deifican hombres, se generan monstruos.

 

(*) el autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

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