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Opinión

Columna destacada: Los discursos y sus consecuencias

Una tarde de invierno de hace algunos años, releí “La Pasión del Joven Werther” de Goethe. Con la lámpara que me iluminaba desde atrás -siempre es así- comencé y finalicé en el mismo domingo la obra, no muy larga y ya conocida. Una obra de fuerte corte romántico (de la primera época de Goethe como escritor). Algunos días después comencé la lectura de “Fausto”, que no había leído aún. Y me impactó mucho, más que el Werther. Lo que me llevó a considerar la potencia de la escritura, la capacidad de transformación emocional, intelectual, anímica y otras consecuencias más, todavía. Mirando el libro –pudo haber pasado con muchos otros, pasó con éste- me sentía interpelado por un hombre que había muerto en 1832, casi doscientos años antes. Y esas dos obras, que son tres en realidad, porque Fausto son dos obras distintas y distantes. Una es de comienzos del siglo XIX (la primera parte) y la otra lo ocupó el resto de su vida, hasta su muerte; de hecho, la publicación es posterior a su fallecimiento. Y si Werther es romántica, la primera parte de Fausto también lo es, la segunda es un retorno al clasicismo. Y me interpelaba, me inquietaba cómo este intelectual al que me separaba el tiempo, la legua materna, la estructura de pensamiento y seguramente tantas cosas más, podía haberme alegrado e inquietado una tarde de invierno y varias semanas posteriores. Pero no había sido el único al que interpeló el genio poético de Goethe; también a las juventudes de fines del XVIII les había impresionado fuertemente. Tal es el impacto que, durante varios años, la gente joven asumía el estilo de peinado, de vestimenta del personaje creado por Goethe. Y, lo más grave, imitaban en cadena la resolución que había tomado el personaje ante el fracaso del amor: el suicidio.

En 1983, un escritor portorriqueño, Luis López Nieves, escribió un cuento al que llamó “Seva”, como el lugar del desembarco de la tropa americana cuando en 1898 invadió la isla. Fue una lucha encarnizada que finalizaría con la muerte de trescientos habitantes del pueblo y resistentes a la invasión. Al publicar el cuento, que trata de una nueva invasión, se produjo una conmoción de proporciones en escala porque creyeron verdadero lo que solo era ficción. El impacto fue conmocionante por no trazar la frontera entre ficción y realidad. Pero una vez más, la literatura alcanza y transforma la vida con consecuencias importantes.

Pero tal vez el libro más transformador de conductas humanas o de identificación con comportamientos sea –en el campo de la ficción- “l Guardián en el Centeno” de J.D. Salinger. Un libro de mediados del siglo pasado. En principio no es una historia que se corra de lo común, de lo habitual. Un adolescente (Holden Caulfield) que se escapa de un internado y vaga por las calles de Nueva York durante algunos días. Un personaje con mucha apatía afectiva que sólo siente cariño por una hermana menor. Es una historia que habría que leerla en paralelo con Oliver Twist (otro niño abandonado, pero con final feliz), de Dickens. Es la construcción de un personaje en las antípodas del anterior. Hasta ahí una historia común. Lo fuerte, lo nada común es el efecto que produjo en una generación, o varias, de jóvenes americanos. El asesino de John Lennon luego de dispararle por la espalda se sienta en la vereda a leer el último capítulo de “El Guardián en el Centeno”. El asesino de Rebecca Shaeffer, obsesionado con ella, luego de cometer el crimen arroja, se entiende como expresión de identificación con el personaje, un ejemplar de la misma novela. Y quien intentó ultimar al presidente Reagan (para llamar la atención de Jodie Foster) estaba leyendo el mismo libro.

Todo esto se construye por una mediación, una inteligencia que nos moviliza a través de un objeto que perdura y nos sobrevivirá. Una idea, o muchas, convertida en textos que acompañan nuestra vida y nos impactan con efectos imponderables.

El paso de la oralidad a la escritura debe de haber sido un avance imposible de ponderar adecuadamente por quienes nacimos en la masividad del texto escrito. La oralidad es más fácil de imaginar en sus efectos por la impronta con que puede impactar sobre el auditorio; pero la escritura requiere la atención exclusiva al contenido, a la profundidad del mensaje. A la soledad del encuentro con el texto. De hecho, quien escribe, una vez que se deshizo de la narración, que fue a imprenta o simplemente corrió, ya no le pertenece del todo.  Y el mensaje cobra vida, o la completa con la resignificación que le da el lector. Y esa resignificación puede tener consecuencias dramáticas. Lo que desencadenó el asesinato de Rebecca Shaeffer fue una escena en la que aparecía en la cama con otro actor. Robert Bardo la creyó infiel. Y actuó matando por su indiferencia hacia él. Quien mató a Lennon (Chapman) sentía, y así lo confesó explícitamente, que Caulfield era en parte él mismo. Y quien atentó contra Reagan (la novela quedó sobre la mesa de la cocina de su casa) quería llamar la atención de Jodie Foster.

Ciertamente Salinger no quiso los efectos que produjo su obra, o Goethe. Con la misma certeza cabe decir que Hitler tenía un plan destructor, maléfico, de discriminación y muerte.

El suceso del lunes por la noche en el diario Clarín me inquieto muchísimo. Los que tenemos algunos años sabemos de la violencia en las calles, del discurso estimulador del escrache, de la descalificación y de la muerte. La temperatura que va cobrando, ya de modo frecuente, la incitación a la violencia y al escrache de manera impune, no puede dejarnos indiferentes. Los aplausos indolentes ante el estímulo a la acción violenta son preocupantes. Pareciera que quienes, con mayor o menor voltaje, tienen poder, no son conscientes, de esto tampoco, de los posibles efectos en cadena. De la misma manera que la intención del hablante no necesariamente es responsable de los actos que pueden desencadenarse, sí lo son si el estímulo a la violencia es directo. Nunca escuché a ningún funcionario de escala, nunca lo escuché, descalificar a quienes gritaban: “si la tocan a Cristina qué quilombo se va armar”. De la misma manera que no escuché desautorizar la violencia del discurso de Bonafini, ni D’Elía. ¿Son personajes marginales? Tal vez; pero nunca escuché desautorizarlos. Al contrario, lo que transmiten es impunidad.  La indiferencia con el problema mapuche en el sur, la droga –y sus consecuencias- descontrolada en Rosario, las muertes cotidianas en el gran Buenos Aires nos hablan de una sociedad con niveles de violencia alarmantes. Ya nada debería sorprendernos, pero nos sorprende. Gente corriente comiendo en un restaurant en Rosario son agredidos por una balacera imprevisible, porque sí.

Hay problemas que no toleran dilación. Y pareciera que los políticos están preocupados por el 2023. Si los intendentes podrán o no ser reelegidos; si los DNU se aprueban antes del 10 de diciembre; si los gobernadores priorizan su provincia por sobre los intereses de los políticos con ambiciones nacionales.

Cuánta miseria, cuánta hipocresía junta; cuánta indiferencia a las necesidades reales de la gente. En ese discurso que transmiten, el de la indolencia ante la necesidad de la gente, necesidades básicas que solo el Estado puede ofrecer respuestas, también se proyecta un mensaje. Cuando no hay límites, cuando la impunidad de quienes gobiernan los excluye de cumplir con lo que el resto debe cumplir, entonces, cualquier motivo es razón para cortar rutas, dispensarse de obligaciones. Total, no pasa nada.

Lo económico en algún momento se arreglará. Este gobierno no durará eternamente ni Cristina es Dios. Pero la muerte que causa el modo de ordenar (o desordenar) lo público, eso es un precio demasiado caro para la gente común.

(Ya había redactado este artículo cuando se conoció el sobreseimiento sin juicio de Cristina Elisabeth Fernández. Es muy mal auspicio para el país un dictamen de este tenor)

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Lice3nciado en Letras (UBA)

 

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