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Cultura

Las clavijas y los agujeritos

Encontraron el velero en el Rio de la Plata, cerca de la desembocadura del río Uruguay. Estaba a la deriva, a pocos kilómetros de Nueva Palmira. No tenía daños en la modesta arboladura ni en las velas ni el motor. El casco estaba indemne al igual que el timón y la hélice. Los elementos de la lucha contra incendio y achique no habían sido usados. Pero nunca encontraron a Esteban.

Yo lo había visto la semana anterior al hallazgo de su velero. Era una tarde de otoño y me esperaba en un bar de Gutiérrez y Laprida, en la esquina de su casa.

—¿Qué pasó? —pregunté, antes de decirle buen día siquiera y tendiéndole la mano en un gesto efusivo.

Irguió pesadamente la cabeza, despegó los ojos de la mesa y barrió con una mirada rápida el campo visual frente a él. Yo me encontraba en su centro, pero sentí que esa mirada pasó por mí sumariamente, como antes por la ochava, en la que estaba la puerta del bar, por las otras mesitas en la vereda, la mayor parte sin ocupar, por una chica con jogging de color rosa, que llevaba un perro de la correa que él habrá mirado de frente y yo vi pasar de costado y después alejarse de espaldas. Estiró la mano, temblorosa, descarnada, y estrechó la mía. Hacía tiempo que me inspiraba cuidado, que lo veía frágil, que no podía ni abrazarlo fuerte, ni chocar sus manos como antes.

Me pareció que hablar era un esfuerzo para Esteban, estaba encallado en su pensamiento. Y pasarlo a la palabra era traicionarlo.

—Envidio tu entusiasmo. Juan. A mí el dios me abandonó. Estoy deshabitado. Peor que vacío—.Entonces los ojos de Esteban estaban, sí, fijos en mí. Vidriosos, abiertos de par en par. La cara parecía caerse atrás de esos ojos, y encogerse, como un resto, un deshecho que los ojos ya no necesitaban. Su cuello estaba adelgazado y su cuerpo enjuto, magro.

—Soy una casa cerrada y sin nadie, oscura, con el aire viciado, húmedo que viene del rio y de los humedales. Soy la casa de la isla cuando no hay nadie en la isla, ni en la casa, nadie.Y soy el río, pura inercia, gradientes de altura, causa, pero no sentido, salvo por la náusea—agregó

Amainó la mirada húmeda de grandes ojos fijos, parpadeó, volvió a bajar la cabeza y después nuevamente levantarla hacia mí. Era su cara. La piel, algunas arrugas en la frente, la calvicie pronunciada en las sienes, la mirada, las mejillas y ese gesto pícaro ahora transfigurado, era otra cosa, una efigie de cera, mal terminada, patético. Pura materia viva y sólo materia, nada más que materia veía. Era mi amigo Esteban, pero no estaba en esa cara, a la cara de Esteban no le faltaba nada, menos Esteban.

—Romi…—dije. Hacía cinco meses que estaban juntos. Todas las semanas había habido un conflicto entre ellos. A mi modo de ver no se trataba de malentendido. Estaba todo muy claro. Estaba clarísimo que esa relación era una causa perdida. Las clavijas y los agujeritos. La historia eterna. Las clavijas no entraban, los agujeritos eran demasiado pequeños y las clavijas demasiado grandes o al revés y las clavijas pasaban de largo hacia la exasperación y un nuevo intento y una nueva desilusión y otra vez un intento y de nuevo las corridas escaleras abajo y los gritos desde el descanso, la mirada disimulada de Mariela, la chica que limpia la rampa de salida del edificio y la vereda, las aceleradas con el auto a la medianoche, la bruma flotando en la autopista bajo el foco de las luminarias, los juramentos y las reconciliaciones, la ofensa que no se disolvía en la boca, no se trituraba entre los maxilares del pensamiento injuriado, esa sonrisa burlona de Romi, o el derrumbe de la sonrisa congelada en un rictus pálido, el cuerpo  inmóvil sobre la silla del comedor frente a la mesa del mantel negro, el bocado que empezaba a luchar por pasar por la garganta y levantarse en silencio hacia la mesada, ya sin hambre ni risa ni ganas ni cuerpo, que se lo había llevado la injuria o la crítica…

Era inaceptable para Esteban. Las clavijas tenían que entrar en los agujeritos, una por una, tarde o temprano, de un modo o de otro.

—No hay cristal que no se empañe, amigo —siguió Esteban con una sonrisa.Una sonrisa a medias, torcida, una mueca de payaso, de voltereta sobre la cornisa que me asustó—. Soy una casa abandonada. Está oscuro y hace un frío húmedo como de barro, de noche, de invierno.

—Se fue—me dijo. Otra vez—.En lo que siguió pareció haberse olvidado de mí, que estaba ahí frente a él. No podría decir que estaba sin saber qué decirle. Lo sabía de sobra y se lo había dicho muchas veces e incluso se lo hubiera dicho una vez más pero no me dio lugar:

—Se fue de noche, de la cama, de día, del abrazo y de la música, de la mesa del comedor, el mantel negro, la mermelada de naranja, la ventana que da al patio y las plantas y al cielo de tantos vuelos y tantas lunas y lluvias, se fue de las noticias, las palabras, se fue de todo, se fue y no se va, no puede irse, no puedo, no puedo irse, déjame irse, no la dejo, no me deja, se va y se queda, es eso, como el río que se va y se queda y pasa y no pasa, no pasa, ya no es el mismo, todo cambió y ahí está, inmóvil y ya ido, ya en otra parte, se fue de donde no estuvo, de donde nunca estuvo, ahí donde la esperaba hasta que se fue, se fue de donde nunca llegó y de donde me hace tremenda falta.

—¿Por qué se fue?

—¿Qué tan difícil te la hace el amor a vos, Juan? A mí, mucho. Y después un portazo y queda esa sensación de victoria demasiado cara o de derrota dudosa sin haber dado batalla hasta el final, pero dónde está el final. A lo mejor ya había pasado hace tiempo el final.  O no hubo final porque ni principio había habido, a lo mejor fue todo un sueño, no perdí más que un sueño, o fue un gran final, el gran final de algo que nunca existió, el epílogo de un texto nunca escrito, nunca escrito, pero con qué grandilocuentes palabras, con qué tiernas metáforas, con qué lograda atmósfera de arrobamiento y pasión y surcos de baba en la piel… Perdón, Juan, no sé lo que digo.

Nunca encontraron el cuerpo de Esteban. Pero el río es profundo en ese lugar y la corriente es fuerte y cuando sopla el viento del sudeste lo es más todavía. El área en la que rastrear su cuerpo es demasiado grande y se suspendió la búsqueda después de unos días.  Puede que sea ahora un claro de huesos escondido entre rocas en una costa desolada o que corra, agua con el agua del río, o que se haya ido, dejando su velero en prenda de olvido, de perdón, de renuncia quizás o de un nuevo y absoluto comienzo.

 

 

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(*) El autor de la columna literaria es psicoanalista y escritor. Ha publicado artículos sobre psicoanálisis en revistas y capítulos en libros en colaboración (Psicoanálisis y Pandemia, de inminente aparición, editorial Pacto de Lectura). Ha escrito numerosos relatos, cuentos (algunos publicados en revistas y en un libro: El vuelo inmóvil, editorial Pacto de Lectura) y poemas que en su mayoría están inéditos. Cursó medicina en la UBA graduándose en 1980, realizó estudios de filosofía antigua y moderna en grupos de lectura y reflexión con docente privado.

rsarmoria@gmail.com

 

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