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Opinión

La pandemia desde una reposera

"El día martes vimos por medios televisivos y redes sociales una situación protagonizada por Sara, una señora del barrio de Palermo, de unos 85 años, súper lúcida y muy activa. Esto último podemos deducirlo por su excelente habilidad de cruzar Av. Libertador por fuera de la senda peatonal, con policías persiguiéndola, el semáforo en verde y una oleada de autos acercándose mientras cargaba su reposera amarilla. Esta escena digna de Benny Hill, a mi parecer, fue esplendorosa y espectacular.

Lejos de quedar perplejo, quedé maravillado por ese espíritu libre “como el ave que escapó de su prisión y puede al fin volar” como reza la canción de Nino Bravo que muchos atribuyeron a Peter Fechter, un joven obrero alemán de 18 años que, en la desesperación por escapar del socialismo, intentó cruzar el muro de Berlín convirtiéndose en la víctima más notoria a manos de la Deutsche Grenzpolizei, la formación militar que el autoritarismo fascista de la República Democrática Alemana había designado para custodiar dicho área.

La escena protagonizada por Sara, fue un acto cotidiano pero a la vez digno de una revolucionaria revelándose contra un régimen autoritario y fascista que cree tener el derecho de decirle cómo vivir su vida, cuando puede o no salir, y cómo y de qué forma tiene que protegerse, como si ella no fuera dueña de si misma y necesitara de una suerte de seres superiores que saben exactamente que es lo mejor para ella y el conjunto de la sociedad, obligándola a cumplir sus órdenes a través de la fuerza pública ¿Que sigue? ¿Que le digan qué debe comer, donde debe vivir y qué bienes tener?

El ejemplo de Sara nos interpela a decidir qué hacer con nuestra propia vida sin que ningún “gobierno de científicos” ni la casta de políticos que por inacción son cómplices y se hacen llamar opositores nos quiten nuestro valor más intrínseco, el que nos convierte en individuos a la vez que nos separa del colectivo; la libertad. Esa libertad que significa tomar riesgos a nuestra propia responsabilidad, asumiendo las eventuales consecuencias de salir y contagiarnos, y quizás morirnos. Estamos en todo nuestro derecho de vivir nuestra vida a nuestra manera sin perjudicar a nadie. Ahora bien, los paladines de la (in)conciencia social podrían argumentar que si el individuo en cuestión sale de su hogar podría contagiarse, y ese no sería el problema, sino que el problema sería contagiar a otros, y de esta manera perjudicarlos. Esto último es, lisa y llanamente, una estupidez argumental puesto que los “otros” que se contagiarían lo harían por el mero hecho de no estar en sus casas, ergo al estar en la vía pública estarían asumiendo el mismo riesgo de nuestra querida octogenaria consagrando su libre albedrío.

Casi como un faro moral inimputable -quizás sin saberlo- ante tanta necedad social ella manda a los efectivos policiales a que “vuelvan en una hora” y cruza la calle como si nada con su libertad intacta. Es un magnífico acto de rebeldía contra esta medida estúpida e innecesaria puesto que esta cuarentena no tiene ningún sentido en absoluto, y nos va a costar carísimo.

El aislamiento obligatorio tiene como fin “aplanar la curva” de infectados, y en consecuencia reducir la cantidad de muertes. Tiene sentido ¿No? En parte; el problema no son los infectados, sino los muertos y las personas que mueren son aquellas que tienen factores de riesgo, ya sea por alguna enfermedad preexistente o por su edad. Esto quiere decir que los que deberían aislarse serían ellos únicamente, y bajo su responsabilidad porque ¿Quien soy para prohibirle a alguien correr los riesgos que quieran correr si no me perjudican a mi sus consecuencias? Por supuesto que nunca faltan las personas que hablan de los pacientes asintomáticos (2 de cada 3) que llevan y traen el virus a sus casas contagiando a sus familiares de riesgo; en esos casos, así como se aislaban en una habitación de un hogar a aquellas personas que llegaban del extranjero, deben aislarse las personas con factores de riesgo en algunos sectores de su casa y extremar los cuidados en el contacto con aquellos cohabitantes que podrían llevar el virus.

Si bien es cierto que existe una pandemia también lo es que en nuestro país se ha generado y fogoneado desde el gobierno y los medios una peor: la paranoia. Se repiten las situaciones en las que ciudadanos insultan e increpan a otros como si fueran socios fanáticos de un régimen fascista que coarta libertades individuales y para colmo esta situaciones desagradables se han heroizado a tal punto que la AFA lo muestra como ejemplo en uno de sus spots épicos y demagógicos. Ni hablar del amague político de avanzar sobre los centros privados de salud, eso hubiera sido un vuelo directo y sin escalas al castro-chavismo latinoamericano.

No solo los ciudadanos tienen que soportar el encierro obligatorio mientras liberan a delincuentes y mandan a D’Elía y Boudou a casa, sino que el propio aislamiento traerá consigo consecuencias económicas gravísimas. Quizás usted, querido lector, ose acusarme por mi falta de “conciencia social” como muchos “inconscientes” sociales ya han hecho, puesto que a simple vista mi planteo puede parecer que anteponga la economía a la salud, pero no es así. Los inconscientes sociales son aquellos que no logran concebir las consecuencias de la crisis económica que está avecinándose, y no hay que ser economista para imaginarse qué pasa con un país donde son pocos los que trabajan y producen. Puesto que los impuestos generados por la actividad productiva son los que se utilizan para pagar la cuentas de la salud pública que, dicho sea de paso, no es gratuita ya que al personal de salud hay que pagarle como a los proveedores de insumos médicos, entre otros. Es decir que sin economía no hay salud.

La Argentina es un país con alarmantes indicadores económicos, la inflación está por las nubes y pese a eso aún continuamos emitiendo moneda, la pobreza no baja, entramos en default, y profundizamos el déficit fiscal pero dejemos unos minutos de lado los datos y el análisis macroeconómico para los economistas y pensemos qué pasa con un país donde solo unos pocos trabajan y donde hay poco consumo en las calles. Algunos podrán aguantar unos meses, otros una semanas y la gran mayoría mucho menos aún. La pobreza se disparará, y mucha gente de clase media, comerciantes y trabajadores del sector privado que actualmente pagan por una cobertura médica privada van a terminar en el paupérrimo servicio público de salud, colapsando aún más los hospitales, gente en las calles durmiendo, más hambre, pobreza y desesperanza. Empresas y negocios cerrados, locales sin alquilar. Si seguimos así el pronóstico es, cuanto menos, peor que el 2001.

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