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Opinión

Un concepto de ficción

Columna destacada

Hay múltiples géneros literarios y, aunque no tengamos muchos recursos técnicos para su uso y descripción, sabemos qué significan. Sabemos qué es la biografía, la autobiografía, el ensayo y la poesía. También sabemos que cuando hablamos de ficción, hablamos de un relato cuyo contenido es resultado de la creación de una cabeza que no tiene su correspondencia en lo sucedido realmente; es una creación intelectual. Y comparte origen con la palabra fingir. Luego, cómo se desenvuelve la ficción es otro tema que requiere manejo de técnicas y habilidades que poseen algunos para hacer creíble una historia. Los grandes escritores de novelas no son solo grandes narradores, son también excelentes inventores de historias y sofisticados administradores de los recursos empleados, como constructores de la trama para dilatar o adelantar hechos y contenidos propios de la historia que construyen con el argumento.

En un texto literario el escritor establece un pacto de lectura con el lector. Dentro de un texto debe haber cierta lógica que dé coherencia y solvencia al relato. Puede ser fantástico, costumbrista, maravilloso u otros subgéneros, pero las condiciones deben ser claras para que el contrato de interpretación permanezca cohesionado y construya sentido sin alterar los pactos no escritos entre escritor y lector.

En algunos casos necesitamos la complicidad del destinatario de nuestra obra, ya sea lector o del que mira una película. En Tootsie nadie exige las condiciones que sí serían exigibles en la vida. No es razonable que alguien pueda convencer a tantos otros de que el personaje de Dustin Hoffman es una mujer. Pero qué importancia tiene; está contemplado dentro de ese contrato entre el que cuenta, con palabras o imágenes, y quien lo ve. Es un pacto de consenso no escrito. También es cierto que ese pacto puede fallar y producir inestabilidad, voluntariamente, o no, en el destinatario del texto o de la imagen. Durante muchos siglos se pensaba que el padre de la historia, Heródoto, hablaba figuradamente, sin pretensiones de hacer historia tal cual la concebimos hoy. Los avances producidos por descubrimientos arqueológicos y pruebas de otro tipo, han concluido que narraba con pretensiones de documentar los hechos como habían sucedido. Heródoto era un gran viajero que buscaba documentar la realidad.

Volviendo a la idea de ficción, y por los límites de las circunstancias culturales e históricas, se documentan hechos o costumbres que hoy nos resuenan absurdos, pero fueron parte de los hábitos impuestos en la construcción de las historias y sus recursos para ser narradas. En el mundo del teatro griego del siglo V a.C., el gran siglo del teatro de Esquilo, Sófocles y Eurípides, (Aristófanes en la comedia) no permitían a las mujeres tomar parte en las actuaciones de las obras; solo participaban hombres. Lo que no quiere decir que no hubiera personajes femeninos, o no se considerara lo femenino en la producción artística -basta tener en cuenta la cantidad de obras de teatro que han llegado hasta nosotros que llevan nombre de una mujer, o un genérico (Las Troyanas). Lo resolvían enmascarándose bajo la identidad de mujer o buscando gente joven que lo hiciera. Lo extremado –puede parecernos ridículo hoy, no lo era entonces- es cuando un personaje mujer debía actuar disfrazado de hombre. Era un actor hombre que actuaba el personaje de una mujer que actuaba de hombre. Un hombre escondía una mujer que escondía un hombre. Un galimatías que servía porque todos conocían las reglas con las que se jugaba el juego.

El tema de la ficción en la literatura fue largamente tratado y existe mucha teoría sobre el asunto. No deja de ser curioso que la ficción tenga una extensión que alcance a la vida misma entrelazándose con ella y convirtiéndola en ficción. Muchas de las personas de la vida pública se dan a conocer como personajes ficcionados. Supongo que un poco por demanda de su público y otro poco por razones laborales y/o snobs. Se cuenta lo que se quiere construir ante la opinión general y se expresa en función de eso. Como en el teatro griego, se actúa un papel, se vive un personaje, se ejecuta una multiplicidad de personalidades a gusto del consumidor de ese material. ¿Por qué existen tantos programas de chimentos en la televisión? ¿Qué necesidad hay de mostrar la vida de alguien si no es para vivir la vida prestada de un personaje asumido?

Creo que el tema da para mucho. Y da tela para seguir cortando porque asistimos, como no recuerdo nunca antes, a un gobierno que ha hecho de la ficción una realidad certificada. El presidente hace como que es el presidente, pero quien da las ordenes es su segunda, que actúa de tal, aunque es la primera; y como no siempre puede revelar francamente su identidad, aunque en el pacto establecido con el público se sabe, actúa de segunda. Ordena que otros digan lo que ella, seguramente no tendría inconvenientes en decirlo, no se expone a decir, o no conviene, o simplemente terciariza en “los actores de reparto” el parlamento que tiene una sola fuente verdadera y eficiente, como el oráculo de Delfos. El engorro sería salvable si solo se tratara de ficción, pero la ficción sucede en la vida y la contamina con sus consecuencias porque produce efectos (sobre un país entero). Los efectos son que la vida no se adecúa a la ficción; sigue siendo la vida con sus dolores y frustraciones concretas y extenuantes. No obstante, hay un uso fructífero, o al menos pretencioso de serlo, cuando el mismo gobierno es, como la naturaleza lo indica, el oficialismo y, como la contra naturaleza también lo indica, la oposición. Y aquí la dimensión ficcional deviene en fantástica: el gobierno habla mal de sí mismo. Y no es que el segundo se rebela contra su mentor, como el monstruo contra el doctor Frankestein, sino que el mentor se rebela contra el que ocupa el lugar de primero, sin serlo, por su única, indelegada y absoluta responsabilidad. Y el juego de la ficción nada por los esteros de la vida real con indiferencia hacia los que son afectados por el uso indebido de la ficción en la vida. El hijo doblemente presidencial (único e indelegable mérito) juega (en inglés y francés actuar y jugar emplean el mismo verbo) al misterio y baja al recinto al final del tratamiento de la ley de presupuesto. Hace declaraciones por televisión desafiando al “presidente” porque lo sabe débil y personero de su madre. El ministro del interior le exige públicas respuestas al que, en los papeles, es su jefe. Pero todo es posible porque el que ocupa el rol de presidente, actúa el rol, hace como si desempeñara ese rol, pero el que lo desafía, que está a tiro de volar por los aires con la firma de un decreto del presidente, no lo respeta porque sabe que es un papel que desempeña, pero es solo un actor; es de mentira, dirían los chicos.

¡Hay tanta ficción! Valga como ejemplo que el ministerio de la mujer y diversidad y bla, bla, tiene más de mil empleados, creado para la ocasión en 2019. Las muertes por violencia de género no han descendido, al contrario. La violencia en Rosario en octubre ya tiene la misma cantidad de homicidios que en los doce meses de 2021. La inflación más que duplica la de diciembre de 2019. Y podría hacerse un desagregado de ministerio por ministerio reparando en los resultados de cada uno. El mensaje que nos llega es que los ministros quieren irse, como huyendo de un barco que se hunde o se quema. Como si quisieran despegarse de la inmediatez de la tragedia. Es que la ficción tiene el límite del argumento y la calidad de los actores.

Pero como no todo puede salirle bien, nos acercamos a la sentencia sobre Cristina E. Fernández; ahí tendrá experiencia propia y directa de la dureza de la vida, la imposibilidad de permutar realidad con ficción. Tendrá que enfrentar la sentencia (veremos si condenada o absuelta) con otras voces, esas que la república ofrece como garantía de la verdad.

Sería imposible la creación artística sin ficción, pero sería patológico no distinguirla de la realidad, o hacer creer siempre lo que convenga, que la realidad es la ficción. Como Truman Show, en algún momento se rompe el hechizo que hace pensar que no hay otra realidad que la que existe en la propia cabeza. Y como Truman, viaja de la ficción al mundo de la realidad. Y se convierte, finalmente, en un ser libre.

 

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

 

 

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