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Opinión

Columna destacada: Les recomiendo no leer este texto (en realidad se los prohíbo)

Comenzar esta lectura es una rebeldía. La palabra prohibir está hecha por un componente doble; el prefijo “pro” (significa adelante, ver más allá, prevenir, etc.) y “habere” (que en latín significa lo mismo que en castellano): tener. Se puede agregar el sufijo “do”, propio de los participios pasivos que indican la recepción de la acción. Son los que sufren la acción. Prohibir, entonces, etimológicamente, puede ser traducida como prevenir de tener, impedir de tener o mantener lejos del tener. En el uso corriente nos resulta claro que implica un cercenamiento, una frontera que no debe traspasarse. En francés se dice “défense de” o “interdire”, la perspectiva es de impedir decir, o protección de algo en el sentido de dejar afuera de una agresión. En francés es el prefijo “de” (fuera de) y el arcaísmo del verbo “fendere”: atacar. Es de la familia de ofender y muchos otros.

Esta introducción sirve para contextualizar un verbo cuyo significado está vivo, vivísimo en nuestra cotidianeidad. Es una palabra antipática, con una impronta de desmesura cuando se trata de relaciones adultas. Entre adultos la prohibición debe estar reducida a circunstancias muy precisas y transitorias. Una persona pequeña debe recibir límites de sus padres porque no tiene criterio ni suficientes elementos para administrar su vida. Con un niño no se negocia estudiar, comer lo que hay, bañarse, etc. Y es lo que se debe porque no hay madurez para decidir qué es lo mejor o qué es lo correcto. Pero a medida que se convierte en adolescente, luego en adulto, aunque esté bajo nuestra responsabilidad, porque es nuestro hijo en formación, es natural conversar, dar razones y argumentos que permitan justificar las decisiones.

Entre adultos se requieren argumentos; no caben imposiciones. Ciertamente en una relación laboral hay normas y exigencias que resultan de la conveniencia del funcionamiento general y de quien lleva la carga de las decisiones. En un matrimonio, o pareja (de par: iguales) no caben las prohibiciones; puede haber requerimiento de razones, pedidos de comportamientos, sugerencias, pero no caben exigencias unilaterales y, menos aún, arbitrariedades. Los adultos pedimos y damos razones. Algo similar implica una sociedad que convive bajo un sistema democrático.

En una sociedad debe haber, y hay, leyes y normas que procuran la convivencia organizada. No es necesario poner ejemplos del desborde que supondría la anomia en una sociedad anárquica. Sería lo más parecido a una estampida; cada uno en una dirección circunstancial que como resultado tendría caos. Una sociedad organizada reconoce instituciones, leyes, autoridades, valores, costumbres que hacen viable la convivencia. Cada tanto se renuevan autoridades por medio del voto y, por los instrumentos convenidos, se eligen jueces, se construyen escuelas, se generan las respuestas adecuadas a los desafíos nuevos que se presentan. Entre adultos hay diálogo y se consensuan, o no, también está contemplada esa posibilidad, las decisiones necesarias. Ahora bien, prohibir, es decir incapacitar a un adulto de hacerse cargo de sí mismo y sus implicancias no puede ser sino una resolución tomada de manera excepcional y por brevísimo tiempo. De lo contrario se está frente al inminente riesgo de autoritarismo con sus consecuencias. Para los griegos de siglo V antes de Cristo, les era inconcebible el sistema de gobierno del imperio Persa; que uno concentrara la suma del poder les resultaba impropio de un pueblo libre.

¿Han notado la cantidad de prohibiciones que padece un argentino?  Los niños no pueden ir a clases de modo regular; ¿Por la pandemia? No hemos mejorado, al contrario, estamos al tope de muertes diarias. La prohibición de salir a la calle de casi todo el año pasado, ¿ha servido? No. La pandemia no se detuvo, por el contrario, se aceleró la tasa de contagios. No se pueden comprar moneda extranjera; está prohibido. ¿Por afán de lucro de los ahorristas? No; para protegerse de la implacable inflación. No se puede salir del país; no se puede volver; no se pueden reunir las familias; no se pudieron despedir de seres queridos a la hora de su muerte; no se puede elegir la vacuna que quiere darse cualquier persona; no se pueden importar artículos personales, libros, repuestos de maquinarias y no se puede vender tampoco; ahora la carne. Y tantas cosas que se van instalando y van reportándose como normales. Cuando lo extraordinario se convierte en lo cotidiano se corre el riesgo de distorsionar la realidad. Y nos parece normal lo que debería ser excepcional.

Me contaba hace unos días una mujer joven que su hijo de siete años salió a vender pomelos en su barrio; fue a las casas que conocía y ofrecía su mercadería; lo curioso es que, en su inocencia, preguntaba si no tenían dólares para pagarle. Hemos convertido en normal algo definitivamente excepcional: que un chico de siete años conozca una moneda diferente a la que toca, rara vez, por otro lado, con sus manos. Como contracara de esto, hace muchos años en París, le pregunté a una persona que vivía en el mismo pensionado que yo (era un francés instruido) si sabía cuánto valía el dólar.  Su cara expresó la misma sorpresa que si le hubiera preguntado por las raíces indoeuropeas de la legua francesa. Era un hecho fuera de su alcance de conocimiento por lo lejano de su cotidianeidad. No nos damos cuenta que las pequeñas distorsiones diarias terminan creándonos un mundo ficticio que acreditamos como normal.

La incapacidad de los que nos gobiernan -desde hace muchos años- para ordenar la vida y facilitársela a la gente, los lleva a prohibir, a limitar las posibilidades de decisión y a tratarnos como si fuéramos niños a los que no se les da libertad porque no sabemos usarla. La incapacidad de los que gobiernan pretende ser disimulada con prohibiciones que nos venden como lo mejor para todos: no se exporta carne para defender la mesa de los argentinos. Ese es el argumento. Para prohibir solo hay que tener una lapicera poderosa; mientras que para gobernar hay que tener poderosas ideas.

 

 

(*) Licenciado en Teología (UCA) - Licenciado en Letras (UBA)

 

 

 

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