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Opinión

Necesidad de un pasado épico

Columna Destacada

Todos conocemos lo importante que es saber de dónde venimos, quiénes fueron nuestros padres y lo que tenga que ver con nuestro origen. Lo cierto es que cuando esta información no está accesible nos falta algo, nos queda un universo propio en la oscuridad de nuestra espalda.  Esto sucede en las personas y en los pueblos. En la antigüedad, y también actualmente, sabemos, porque es de acceso público, las raíces de los monarcas, sus ancestros lejanos, sus familiares colaterales, y todo lo que involucra a su abolengo. En realidad, el abolengo procedía de las conquistas que los ascendientes de alguien habían alcanzado y colocaban a ese alguien en la cumbre del poder; luego, por la naturaleza de las cosas, se continuaba en los descendientes y así se fueron formando las casas reales, los nobles en general y los lugares de poder. Claro que hubo algunos que, además de descendientes, fueron verdaderos hombres de estado, guerreros implacables y exitosos políticos. Lo que antes era restringido para esas casas nobles hoy lo es para cualquiera que tenga interés en saber de dónde viene. La tecnología lo facilita.

Los hombres sienten que pertenecen más aun lugar porque hace más tiempo que están en él por sí o por sus antepasados. Recuerdo un guía turístico en Ushuaia que nos repetía, cada vez que podía, que él era un ushuaiense nyc, nacido y criado allí; en contraste, claro, con los muchos que llegaban de otros sitios del país a habitar la ciudad.

Ahora, sucede que los pueblos también necesitan conocer su pasado; lo que es válido para los individuos lo es también para los pueblos. Los pueblos, además, necesitan crearse un pasado de grandeza, si no lo tuvieran. No existe pueblo que no tenga próceres; y estos están recubiertos con un barniz épico. De niños fueron precoces, de hombres, valientes y desinteresados por todo lo que no estuviera al servicio del destino que los marcó para llevar a cabo. En la historia abundan los casos. Alejandro Magno idealizó, convirtió en modelo para sí y para la Hélade, a Aquiles, el personaje central de la Ilíada. De hecho, se desplazaba en sus campañas con una edición de la obra de Homero consigo. Era una copia tomada al rey persa a quien había vencido en batalla. Por otro lado, Aquiles era el prototipo del prócer, del héroe con capacidad de fundar una genealogía épica. Su madre, una diosa marina, le había dicho que moriría joven y lleno de gloria, y no viejo y olvidado. En el caso de la mitología griega, los guerreros griegos, como en los troyanos, su origen era divino; todos tenían un ancestro olímpico. Cuando el Imperio Romano se expande y se convierte en el poder dominante sobre el mediterráneo y sobre la Europa continental, se crea su propio poema épico que le legaliza su origen divino; y no es otro que el mismo que el griego. Finalmente, Eneas es un descendiente de Zeus y yerno de Príamo (rey de Troya) que huye con su hijo y padre del incendio con el que los griegos acabaron con el asedio a Troya. Y Eneas es el padre de la latinidad al desposar a Lavinia, la hija del rey Latino. Hay una estupenda novela de H. Broch (La muerte de Virgilio) que narra los desatinos del autor de la Eneida en sus últimas horas y su deseo de quemar la obra; decisión impedida por la intervención del emperador Octaviano. Lo que pretende transmitirnos es que la obra de Virgilio es el canto épico de la identidad fundacional de la latinidad.

Dejemos a los griegos que están lejos en el tiempo y espacio. En nuestras pampas, Lugones quiso convertir el poema Martín Fierro en la obra fundacional -desde la literatura, claro- de la identidad argentina. Visto desde hoy nos parece un sinsentido, pero ciertamente la obra de Hernández cobró un peso específico que no hubiera tenido sin Lugones. Al margen de los intereses de Lugones resulta claro que los pueblos necesitan un enclave histórico que le permita referenciarse con altos, nobles y heroicos orígenes. Y la creación de próceres se encuadra en esta dinámica. Pensemos en el sargento Cabral diciendo esas palabras al momento de su muerte, canonizadas por la tradición que repetíamos en el colegio. Lo importante en esta cuestión no es lo que sucedió, sino lo que la tradición creó para construir un héroe en los orígenes de nuestra identidad como pueblo. Y la creación de prohombres no acaba con los que fundaron una tradición nacional, o un imperio como los mencionados antes. Hay necesidad de continuar en la creación de hombres gigantes para cohesionar movimientos populares, políticos, que endiosan a figuras y las convierten en paradigmas de ese grupo.

En 1976 se inició una cruel dictadura que fue responsable de incontables atropellos contra la dignidad humana; de qué otra manera se puede calificar al hecho de arrojar a personas desde los aviones, a las torturas a las que sometían a tantos seres humanos. Del mismo modo resulta claro-para el que quiera ver- que los guerrilleros ni eran la juventud maravillosa ni mucho menos héroes; eran personas que hicieron mucho daño y produjeron mucho dolor en otros seres humanos. Un juicio no invalida el otro. El año 1983 nos devolvió al orden institucional que, cargado de limitaciones, es el sistema que más concuerda con la dignidad humana.

Ese año comenzaron los juicios a las Juntas Militares; era necesario ser valiente para impulsar un tratamiento de esa envergadura hacia quienes habían ostentado el poder absoluto, de manera caprichosa, durante los años inmediatamente anteriores. Alfonsín fue un valiente y un hombre de principios que llevó hasta el final del juicio a los responsables que habían intervenido en la represión ilegal de aquellos años. Mirándolo en perspectiva se engrandece la figura de un hombre que, con una democracia incipiente, con instituciones débiles, o en formación, arremetió con la ley en procura del conocimiento de la verdad y la administración de Lajusticia.

El 24 de marzo último, el jueves, celebramos (¿el día del golpe?¿no entiendo el porqué?) un nuevo aniversario para celebrar los valores de la verdad y la justicia, además de la vida en democracia; es lo que hizo Alfonsín cuando se requería ser valiente para llevarlo a cabo y no descolgando cuadros en momentos en que el sistema estaba consolidado y los militares de alto grado totalmente identificados con los valores democráticos. Lo que sí hicieron bien los Kirchner fue generar una épica de los derechos humanos, como cruzada propia. No importó su pasado indiferente durante la dictadura en Santa Cruz; ni la inacción por los derechos humanos, ni la ausencia de todo compromiso con los desaparecidos. Crearon un halo de cruzados de esos derechos. Las organizaciones como Abuelas, Madres, Hijos, se sienten identificadas totalmente con Cristina Elizabeth Fernández e hicieron del difunto esposo un prócer, un valiente, un prohombre fundador de una corriente liberadora, un adalid de los derechos de los desaparecidos, de los sufrientes. Se hicieron dueños de los derechos humanos; ellos son sus sostenedores. Pero se limitaron a los derechos humanos de los setenta, a su reivindicación, porque de los actuales, dela pobreza, de la violencia, del narcotráfico, de los ciento treinta mil muertos por el COVID, para esas víctimas no hubo derechos humanos.

A veces no importa lo que hicieron los hombres en el pasado; lo que importa es lo que se cuenta, se instala y se construye como épica de lo que fueron. Eso es lo que se instaló de los Kirchner y de aquellos derechos humanos. Pero la realidad es cruda; Cristina Fernández podrá argumentar que la historia ya la juzgó, pero no podrá desentenderse de sus años de gobierno. Han gobernado quince de los últimos diecinueve y llegamos a donde ellos nos trajeron. No hay épica ni excusa que se pueda argumentar; han creado un espíritu de división, de un ellos y nosotros que nos llevará muchos años curar. La historia purifica a las personas, aunque no siempre; la historia reduce la violencia, la muerte, el dolor a literatura, en la medida en que estas ya no tienen vigencia, son solo relato. Tal vez quede de ellos un perfil de luchadores por los valores civiles, no podemos saberlo, pero hoy, reciben el rechazo del setenta y cinco por ciento de la población, y eso es alentador.

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

 

 

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