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Opinión

Algo más peligroso se esconde debajo de esta inflación

Los argentinos somos expertos en economías disfuncionales. Que la inflación deteriora el poder adquisitivo, modifica conductas, provoca enormes distorsiones, impacta en mayor medida en los que menos tienen y genera mal humor social ya lo sabemos. Mientras nos acaloramos en debates conocidos, debajo de la superficie está ocurriendo algo bastante más sustancial y peligroso. Esta vez la inflación –2200% acumulado entre 2011 y 2021, 55% anual proyectado para 2022– está desgastando aceleradamente los cimientos de la estructura social.

Se consolida a lo largo de nuestros relevamientos cualitativos más recientes la emergencia de un fenómeno diferente. Si las crisis económica y social están en la epidermis del cuerpo colectivo, es decir, a la vista de todos, en la dermis se oculta la emergencia de una crisis de nuevo tipo. A los ciudadanos les está cambiando el interrogante existencial. Ya no se preguntan “por qué”, sino “para qué”. Se está gestando una crisis de sentido.

Cito algunas frases textuales, varias de ellas expresadas con un énfasis que brota del enojo y otras, con la voz tenue de la resignación. “Mi marido y yo nunca paramos de trabajar y ahora laburamos mucho más todavía. Llegás a fin de mes y no ves los frutos de todo lo que estás trabajando”. Una mujer de clase media baja. “Vivo con miedo a que se rompa un caño. Tenés que arreglar algo y te quedaste sin plata”. Un hombre de mediana edad, también de clase media baja. “Ahí empieza el fastidio, uno se enoja y se pone loco: laburo todo el año y no puedo llevar a mis hijos a McDonald’s ni comprar zapatillas. No da”. En este caso, un hombre joven de clase media alta. “Por la pandemia dejé de ir al gimnasio y ahora no puedo pagar 3, 4 lucas por mes. Tuve que achicarme tanto… eso te genera estrés”.

Podría ilustrar la argumentación con decenas de este tipo de menciones. Elijo para redondear la idea estas dos últimas, que entiendo que operan como una especie de síntesis de la época: “Antes, electrodomésticos y tecnología se compraban por placer; ahora, cuando se rompen”, clase baja. “Ir a comprar es ir a pasarla mal”, clase media alta. Como vemos, el patrón es transversal. Cada uno en su lugar y a su medida, todos se enfrentan al mismo dilema.

Una pregunta que me han hecho bastante en los últimos meses es: ¿cuánta inflación tolera la gente? Mi primera respuesta fue: “No lo sé”. Tengamos en cuenta que los procesos hiperinflacionarios son, para buena parte de la población actual, o un vago recuerdo o algo que directamente nunca vivieron. Con lo cual, los parámetros son otros. Digamos, de los años 90 para acá.

Una vez caída la convertibilidad, la inflación dejó de ser una abstracción teórica y volvió a ser un problema de todos los días. Ya desde el año 2007 entró en la zona del 25%. En 2014, producto de la devaluación de febrero de aquel año, fue del 36%. En 2016, ante la recomposición de las tarifas de servicios públicos, llegó al 41%. Pero en 2017 se había logrado reducirla para que se ubicara nuevamente en la zona del 25%. En 2018 y 2019, las sucesivas devaluaciones la impulsaron nuevamente para concluir aquel año con 53,8%. La violenta caída de la economía en el tiempo de la pandemia más la cuarentena (-10%) logró atemperar el indicador de 2020: 36,1%. Desde “la salida”, las cosas “se desmadraron”, consumidores dixit.

Cuatro sucesos

El año pasado se conjugaron cuatro sucesos en simultáneo que agravaron la percepción de cuánto rinde el dinero.

  • 1) En la reapertura, todos trataron de recuperar lo más rápido posible lo que habían perdido durante el cierre. Los que compran son argentinos, pero los que venden también.
  • 2) Volvieron una serie de gastos que no estuvieron durante el confinamiento –hoteles, restaurantes, cultura, entretenimiento, transporte y en alguna medida indumentaria y belleza–. De acuerdo con los datos de la última encuesta de gastos del Indec, todos esos bienes se llevan el 39% de las erogaciones mensuales promedio de un hogar. Solo por el efecto apertura y el deseo contenido, a las familias les aparecieron tentaciones nuevas que naturalmente había que pagar. Salir implicó necesariamente gastar más.
  • 3) La angustia por un encierro tan prologando y tortuoso hizo que en la liberación no se hicieran las cuentas. Aquellos que podían –no todos pudieron– salieron a comerse el mundo de un bocado. La consigna fue “a vivir la vida”. La extraordinaria temporada de verano lo demuestra. Absolutamente lógico, merecido y previsible.
  • 4) Fue un año electoral. Habitualmente en esos años “hay más plata en la calle”.

Pero el verano terminó, y en marzo, como siempre, llegan la realidad y la tarjeta. No solo la inflación de febrero trajo un dato que superó las expectativas del mercado, 4,7% mensual, sino que ahora se prevé un valor más alto para el mes donde históricamente “sube todo”.

Las estadísticas que publica el Banco Central en función de sus consultas con los mejores economistas del país ya proyectan para este año un valor que sería el más alto desde 1991: el citado 55%. Hay economistas muy serios y ecuánimes diciendo que ese promedio se queda corto: podría ser 60% o más.

De cumplirse estas proyecciones, considerando que en 2021 la inflación fue del 51%, como mínimo los precios de la economía argentina se habrán duplicado al cabo de dos años.

Insisto: no sé cuánta inflación tolera la sociedad y qué implicaría que no lo hiciera. Pero sí sé que cuando el ajuste de los precios oscilaba alrededor del 25% anual, la suba del consumo mejoraba el humor social. Parecería un nivel que estos argentinos expertos razonablemente pueden manejar. En cambio, cuando supera ese umbral, ya las cosas adquieren otro cariz. Una bruma de fastidio nubla la mirada y condiciona la percepción. Las evidencias empíricas lo demuestran.

“La plata no vale nada”

El Indec publicó la semana pasada un gran dato: el desempleo bajó en el cierre de 2021 hasta alcanzar el 7%. No hay celebración ni cambio de humor a la vista. ¿Por qué? Los consumidores ya ni siquiera apelan al clásico “la plata no alcanza”, ahora suben la intensidad y vociferan que “la plata no vale nada”.

Lo otro que sé es que es muy difícil que se recomponga el poder de compra con una suba general de precios como la que se prevé.

Es en este punto donde se produce “la crisis de sentido”. Y ese “para qué” se agiganta en el sentir de todos aquellos que tienen un trabajo y cada mañana saltan de la cama con el despertador. ¿Qué sentido tiene romperme el lomo si al final no puedo ahorrar? Y si no puedo ahorrar, no puedo progresar. ¿Vale la pena esforzarme si con suerte logro mantener lo que tengo? ¿Para qué dar la pelea si es imposible no ya comprarme una casa, sino un auto o, lo que es peor, las marcas favoritas de indumentaria o alimentos? ¿Cómo puede ser que trabaje todo el mes y tenga que comprar un jean en cuotas? Estas son algunas de las preguntas retóricas que también registramos.

Lo más alarmante de la crisis de sentido es que conduce a la sociedad a un profundo individualismo y una especie de sálvese quien pueda. Cada cual anda por la vida metido en su propia burbuja y solo está dispuesto a salir cuando se siente amenazado. Un gran “todos contra todos” que carcome el sentir colectivo.

En estos niveles de inflación, todos sienten que el otro se está quedando con algo que es de ellos. Los compradores piensan que los vendedores les cobran de más. Y los vendedores ven cómo su rentabilidad se reduce hasta un punto que pone en riesgo la subsistencia de su negocio. El punto es que todos son compradores y vendedores en diferentes momentos. Es como un perro que se muerde la cola. La impotencia deviene entonces en apatía, desgano y una profunda carencia de entusiasmo.

El individualismo creciente está aflojando peligrosamente los nudos de la cohesión social. La gran mayoría de los argentinos se siente como un hámster que gira y gira hasta caer agotado. El cansancio es doble. No solo por el esfuerzo, sino por percatarse de que esa rueda no los está llevando a ningún lado.

 

Guillermo Oliveto

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