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Opinión

Columna destacada: Hugo y Flaubert

Víctor Hugo y G. Flaubert fueron los novelistas franceses más importantes del siglo XIX. Por supuesto que no es una opinión concluyente; podría alguno decirme: qué hacemos con Balzac, Stendahl, Zola, Maupassant, A. France, Chateaubriand, etc. Pero háganme esa concesión; y si no, creo que podríamos coincidir en que, al leerlos, no nos defraudan. Si, además, han sido leídos con cierta cercanía temporal que les permite retener características propias de cada uno, habrán notado qué diferente modo de escribir tienen. Eran bastante amigos entre ellos, por lo demás.

Al leer Los Miserables y Madame Bovary nos encontraremos con dos narradores con modos muy distintos. Vargas Llosa les dedica un ensayo a Los Miserables: “La tentación de lo imposible”, y otro a M. Bovary: “La orgía perpetua”. Ambos ensayos no tienen ni una letra de más. Personalmente me siento más a gusto leyendo los ensayos que las novelas de V. Llosa, aunque “La guerra del fin del mundo” es una obra perfecta, equilibrada, atrapante.

Volviendo a Hugo, en Los Miserables, el autor se encarga, permanentemente, de recordarnos que él es quien escribe; y, por supuesto, desde el interior del mismo texto. Apela a la atención del lector directamente o refiriendo la participación de sus ancestros en Waterloo, batalla que describe como si estuviera allí. Distribuye responsabilidades, atribuye aciertos y erros de sus protagonistas; poco importa si es ficción; tan vívido es el relato que lo verosímil triunfa sobre lo verdadero. Uno va leyendo con placidez y, abruptamente, aparece el autor como voz narrativa y nos desacomoda. Como si estuviera diciendo: “¡¡Atención!! no se olviden de mí; soy el dueño de la voz que habla”. No es necesario aclarar que es una voz de estilo, una construcción más de un personaje de la novela; es un elemento distintivo de su obra.

En Flaubert, en cambio, el lector se desliza sobre el texto. No encuentra obstáculos; es un avanzar plácido sobre una historia cristalina. No existirá una voz extraña que interrumpa y sacuda la lectura. Flaubert es como un vidrio que nos invita a ver a través de él. Al narrar se corre como identidad; nos olvidamos que el texto fue escrito por alguien, que es el punto de vista y la mirada de otro que está detrás del texto. La obsesión de Flaubert era decir bien, decir claro, decir justo. Era un cincelador fino del lenguaje. El texto por sí solo era objeto refinando. Era capaz de suspender la escritura un día entero hasta encontrar el adjetivo justo para ese sustantivo en esa situación.

¿Hugo o Flaubert? Los dos; no se trata de una opción, sino señalar, mediante las características de cada narrador, su modo propio. Claro que se podría extrapolar las características del narrador como conductas para la vida y es lo que haré. Las referencias a los rasgos propios de cada novelista no es otra cosa que la ocasión para rescatar particularidades de los hombres en la vida real, no en la literaria. Con esto no quiero decir que Hugo escribiera de ese modo para que no olvidemos que es el autor. Simplemente es su estética de escritura; son sus recursos.

Corrámonos de la literatura; vayamos a la vida real. Y vayamos al martes 15 a Comodoro Py, a la audiencia en la que declara el testigo Alberto Ángel Fernández. Declaró como testigo el mismo ciudadano que ejerce como presidente de la Nación. Debió ser ubicado en su lugar por el fiscal Diego Luciani. ¿Qué le pasó a Fernández? Le pasó lo que suele pasarle al consciente de su poder, al que se siente en una posición de fuerza, de superioridad y se permite conductas inapropiadas para el ciudadano común. Un interrogatorio es un acto institucional, tiene ese valor y el ciudadano Fernández lo sabe porque es abogado, profesor e hijo de un juez, como nos lo ha dicho en reiteradas ocasiones.

El escenario político es un escenario público y las fronteras entre lo privado y lo público no siempre resultan claras. Cuántas veces sienten como propio lo que obtuvieron por la función que ejercen y no por ser él o ella. A Alberto Fernández le falló el tiempismo correspondiente a la situación. Fue a declarar como testigo por haber sido Jefe de Gabinete durante el tiempo en que se investigan hechos de corrupción en la obra pública. Lo olvidó, o confundió lo privado con lo público. Creyó, tal vez, que estaba cumpliendo con la parte del pacto que lo llevó a la presidencia.

El presidente frecuentemente descalifica desde el rol, desde la función de autoridad al que tiene enfrente cuando, claramente, molesta con las preguntas. Es lo que hizo al ser entrevistado por Cristina Pérez hace algún tiempo; otro tanto fue lo del martes, aunque su lugar era otro y el fiscal se lo recordó. Descalificar desde la autoridad es correrse de la línea argumentativa y recurrir a la vía fácil, la de la voz con peso; como si dijera: no puede hacerme esa pregunta porque el que habla soy yo, un hombre poderoso. Usted no entiende, no sabe (A Cristina Pérez y a Luciani los descalificó con el mismo recurso: usted no sabe, no entiende). La característica del poderoso que hace valer su poder ante el más débil, suele ser la de sumisión hacia el que reconoce con más poder. La misma lógica: hago valer mi poder ante el más débil porque siento el poder del que es más fuerte que yo, y temo ese poder. Y concluyo que ante mi poder el otro sentirá algo parecido a lo que siento yo cuando soy el más débil.

No tiene que recordarnos que es el presidente, lo sabemos; no tiene que estar haciendo lucimiento de su poder: lo tiene. ¿Lo tiene? La autoridad es un bien preciado. Cualquiera quiere ser autoridad en aquello a lo que se dedica: si es mecánico su autoridad le proveerá clientes, será recomendado; si es profesor, su autoridad provendrá de lo que sabe y cómo enseñarlo. Y así con todo. Ahora, si el mecánico o el profesor tienen a otro al lado que le señala delante de sus clientes o alumnos los errores, la autoridad se destruye velozmente. O más velozmente se destruirá si el mismo mecánico o profesor dice cosas contradictorias en el mismo día.  Una figura pública de alta exposición como el presidente vive en estado de observación constante. Sus palabras, sus silencios, todo debe ser muy prudente. Cuando se muestra descalificador, sobrador, prepotente, habla de sus debilidades. De sus temores, de sus inseguridades. Estos dos años fue erosionando el poder que le delegó la otra Fernández a través del voto. No sirve, no construye la voz presidencial que por la vía del yo administra la autoridad. Qué autoridad se le reconocerá si renuncian los ministros por la potencia de otra voz, y a continuación siguen en sus cargos.

El buen mecánico no nos dirá lo bien que arregla los autos, los arregla; el resultado nos dirá si fue un buen mecánico o no. Un buen profesor no necesita recordarnos su trayectoria en cada clase; la calidad de la exposición lo hará.

Creo que estamos en problemas. Una provincia entera está literalmente en llamas y el presidente juega en una playa de Mar de Ajó. Su ministro de Medio Ambiente fue antes a una reunión por el cambio climático en Barbados que a la provincia en llamas, la que visitó (sobrevoló) el jueves, no antes, el último jueves. Es una obviedad que el presidente necesita recordarnos constantemente su yo en lugar de dejar que sus decisiones hablen por él. O porque sus decisiones hablan muy mal de él. Cuando hay muy poco para mostrar y lo que se ve es bastante malo, es necesario subir el volumen de la voz para aturdir. Es muy tentador creer que porque se grita fuerte se dice algo.

 

 

(*) El autor de la columna es Licenciado en Teología (UCA) y Licenciado en Letras (UBA)

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